"... pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada..."
(Rom. 13:4)
(Rom. 13:4)
"No es lo mismo", dice Don David, sacudiendo la cabeza, con la mirada sujeta al vacío, en evidente reflejo de decepción o quizás, tal como algunos cerebros lo permiten, en plan filosófico.
Me comenta Don David, que él sobrevivió la guerra civil, como sobrevive ahora la paz: taxeando.
Dice, convencido, que en aquellos tiempos, a pesar de las balaceras, de los toques de queda, de las bombas, de las muertes, se vivía más tranquilo porque "uno sabía por dónde meterse, con quién meterse y en qué no meterse", pero ahora, ahora es otra cosa.
Don David duerme en una colonia en la que un reportero grabó un documental famoso. Dice que "él no vive allí; sólo duerme". Dice que allí quienes mandan son esos individuos que el reportero expuso en el documental; que la policía no entra por miedo a "esos individuos" y que él paga una cantidad de dinero mensual de dinero para "no ser molestado" y que "hasta recibo le dan". Dice que no queda de otra.
Yo le creo. Tres años atrás me ofrecí a llevar a un empleado hasta su casa en esa misma colonia a lo que él respondió: "Mejor espero que venga fulano, aunque me vaya más tarde, porque a él lo conocen y a usted no. Si me lleva usted, me tendría que bajar más lejos...".
Efectivamente, fulano, motorista de la empresa, algún tiempo atrás pasó un reconocimiento de las "autoridades" de ese lugar a solicitud del empleado a quien iban a dejar, para que "no le pasara nada" cuando lo llegaba a dejar. Algún tiempo después, me pidió que lo fuera a dejar "cerca de la colonia" porque a fulano ya no le gustaba ir a dejarlo tan noche.
Cierta mañana, mientras Don David calentaba el motor su taxi, presenció el avance de un pelotón del ejercito en las calles de la colonia mencionada. Este hecho, a pesar de haber sido anunciado en los medios de comunicación como parte de una "plan de seguridad", le sorprendió mucho, no sólo a él, sino a sus vecinos, sin embargo, no hubo en él una sensación diferente a la que siente todas las mañanas, todos los días, todas las noches...
"No es lo mismo, joven", me dice mientras cruza en la calle equivocada. "Antes, durante la guerra, cuando uno veía un soldadito, por muy chiquito o raquítico que fuera, a uno le temblaban las rodillas, les sudaba el cuerpo y hasta escalofríos sentía. A uno le daba miedo".
Yo lo recuerdo. Aún era un niño cuando, en esos viajes con los exploradores o en alguna excursión, un retén del ejército detenía el autobús y hacía bajarse a todos los hombres que iban dentro. Yo tenía miedo. Ellos, los que bajaban, también.
"Ahora no", prosigue Don David, corrigiendo el rumbo. "¿Para qué los sacan si no los dejan matar a todos esos delincuentes?", me dice con cierto enojo y frustración. "Esos derechos humanos nos tienen así, jodidos, ¿no cree?".
Cerca de donde vivo, no donde duermo, hay un cuartel que ahora es un museo militar. Los soldados que veo, de vez en cuando, ya no me dan miedo y creo que a mi hija de cinco años tampoco. Debería sentirme aliviado, pero, la conversación con Don David me hace pensar en algo que no tenía previsto...
"Rateros, vivianes y malacates siempre han habido, pero antes se escondían... ahora no; si a la policía no le tienen miedo, y a los soldados sólo los ven pasar como si estuvieran desfilando". Don David le pita a un auto que nos estorba el paso y prosigue: "si la delincuencia se ha tomado el país ¿por qué no les hacen la guerra pues?".
Pienso que Don David no está tan equivocado, ni tan loco como parece. Países, como Israel, mantienen su ejercito en las calles para proteger a la ciudadanía, no de una ataque de otros países, aunque es posible, sino de ataques terroristas que atentan contra el bienestar ciudadano y contra la soberanía de su estado.
Los terroristas, como "esos individuos" a los que hace referencia Don David, ni tienen tanques, ni helicopteros, ni aviones, ni submarinos, ni bombas atómicas, pero amenazan día a día la soberanía de ese estado, y de muchos otros estados en el mundo y mantienen atemorizada sino a toda la población, a una gran mayoría de ella. Por eso de la presencia de ese ejercito. Un ejercito que hace sentir a la gente eso que no siente Don David ahora y que si sentía antes.
Llegamos a mi destino. Don David se pone a mis ordenes para otra ocasión. Le digo "estoy de acuerdo con usted en algunas cosas, Don David. Espero volverlo a ver". Le pago, me doy la vuelta y escucho cómo se va alejando el ruido del motor.
Espero que llegue con bien esta noche allí, donde "duerme" y que un día de estos el ejercito incursiones en ese lugar donde "las autoridades" no son las que "deberían ser" y se deshaga de una buena cantidad de "esos individuos" para que Don David y sus vecinos sientan que alguien si se da a respetar, aunque sea por la fuerza.
Reflexiono un poco y me digo a mi mismo que "jamás imaginé tener ese tipo de pensamientos".
Me comenta Don David, que él sobrevivió la guerra civil, como sobrevive ahora la paz: taxeando.
Dice, convencido, que en aquellos tiempos, a pesar de las balaceras, de los toques de queda, de las bombas, de las muertes, se vivía más tranquilo porque "uno sabía por dónde meterse, con quién meterse y en qué no meterse", pero ahora, ahora es otra cosa.
Don David duerme en una colonia en la que un reportero grabó un documental famoso. Dice que "él no vive allí; sólo duerme". Dice que allí quienes mandan son esos individuos que el reportero expuso en el documental; que la policía no entra por miedo a "esos individuos" y que él paga una cantidad de dinero mensual de dinero para "no ser molestado" y que "hasta recibo le dan". Dice que no queda de otra.
Yo le creo. Tres años atrás me ofrecí a llevar a un empleado hasta su casa en esa misma colonia a lo que él respondió: "Mejor espero que venga fulano, aunque me vaya más tarde, porque a él lo conocen y a usted no. Si me lleva usted, me tendría que bajar más lejos...".
Efectivamente, fulano, motorista de la empresa, algún tiempo atrás pasó un reconocimiento de las "autoridades" de ese lugar a solicitud del empleado a quien iban a dejar, para que "no le pasara nada" cuando lo llegaba a dejar. Algún tiempo después, me pidió que lo fuera a dejar "cerca de la colonia" porque a fulano ya no le gustaba ir a dejarlo tan noche.
Cierta mañana, mientras Don David calentaba el motor su taxi, presenció el avance de un pelotón del ejercito en las calles de la colonia mencionada. Este hecho, a pesar de haber sido anunciado en los medios de comunicación como parte de una "plan de seguridad", le sorprendió mucho, no sólo a él, sino a sus vecinos, sin embargo, no hubo en él una sensación diferente a la que siente todas las mañanas, todos los días, todas las noches...
"No es lo mismo, joven", me dice mientras cruza en la calle equivocada. "Antes, durante la guerra, cuando uno veía un soldadito, por muy chiquito o raquítico que fuera, a uno le temblaban las rodillas, les sudaba el cuerpo y hasta escalofríos sentía. A uno le daba miedo".
Yo lo recuerdo. Aún era un niño cuando, en esos viajes con los exploradores o en alguna excursión, un retén del ejército detenía el autobús y hacía bajarse a todos los hombres que iban dentro. Yo tenía miedo. Ellos, los que bajaban, también.
"Ahora no", prosigue Don David, corrigiendo el rumbo. "¿Para qué los sacan si no los dejan matar a todos esos delincuentes?", me dice con cierto enojo y frustración. "Esos derechos humanos nos tienen así, jodidos, ¿no cree?".
Cerca de donde vivo, no donde duermo, hay un cuartel que ahora es un museo militar. Los soldados que veo, de vez en cuando, ya no me dan miedo y creo que a mi hija de cinco años tampoco. Debería sentirme aliviado, pero, la conversación con Don David me hace pensar en algo que no tenía previsto...
"Rateros, vivianes y malacates siempre han habido, pero antes se escondían... ahora no; si a la policía no le tienen miedo, y a los soldados sólo los ven pasar como si estuvieran desfilando". Don David le pita a un auto que nos estorba el paso y prosigue: "si la delincuencia se ha tomado el país ¿por qué no les hacen la guerra pues?".
Pienso que Don David no está tan equivocado, ni tan loco como parece. Países, como Israel, mantienen su ejercito en las calles para proteger a la ciudadanía, no de una ataque de otros países, aunque es posible, sino de ataques terroristas que atentan contra el bienestar ciudadano y contra la soberanía de su estado.
Los terroristas, como "esos individuos" a los que hace referencia Don David, ni tienen tanques, ni helicopteros, ni aviones, ni submarinos, ni bombas atómicas, pero amenazan día a día la soberanía de ese estado, y de muchos otros estados en el mundo y mantienen atemorizada sino a toda la población, a una gran mayoría de ella. Por eso de la presencia de ese ejercito. Un ejercito que hace sentir a la gente eso que no siente Don David ahora y que si sentía antes.
Llegamos a mi destino. Don David se pone a mis ordenes para otra ocasión. Le digo "estoy de acuerdo con usted en algunas cosas, Don David. Espero volverlo a ver". Le pago, me doy la vuelta y escucho cómo se va alejando el ruido del motor.
Espero que llegue con bien esta noche allí, donde "duerme" y que un día de estos el ejercito incursiones en ese lugar donde "las autoridades" no son las que "deberían ser" y se deshaga de una buena cantidad de "esos individuos" para que Don David y sus vecinos sientan que alguien si se da a respetar, aunque sea por la fuerza.
Reflexiono un poco y me digo a mi mismo que "jamás imaginé tener ese tipo de pensamientos".
***
Don David no es el nombre real del taxista que me llevo a mi destino esa noche. En cierta ocasión que necesitaba un taxi, acudí al mismo lugar y pregunté por "el señor del taxi antiguo, que se sabe parquear aquí, en esta esquina" y otro taxista, de los que saben permanecer allí me dijo "a ese señor lo mataron unos pandilleros allá donde él dormía".
1 comentario:
odio a los taxistas...
eso es lo primero q se me ocurre, perdon por este comentario desganado ja...
salu2...
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