octubre 13, 2013

De abuelos y desconocidos

No conocí a mis abuelos.
Ninguno estuvo. Ninguno está. Son retratos hablados, o anécdotas en boca de otros. El gesto involuntario, la herencia... Son, porque la sangre así lo dice, el apellido... Dos desconocidos a quienes conozco. Podría ignorar su existencia, y no pasaría nada. Nunca pasó nada sin ellos. Y si escribo en pasado es porque aquel niño de pelo liso que tuvo una motocicleta roja nunca decía "tengo abuelos". Nunca. El solo conocía dos abuelas y una bisabuela.

Saulo dice que cuando se es niño, se juzga como niño; mas uno deja de ser niño.

Al papá de mi madre lo conocí muerto. Estaba en su ataúd con la boca abierta. Mi madre fue quien le cerró la boca. Escena inolvidable. Tampoco olvido cómo nos enteramos. La hermana menor de mi madre llegó a casa y le dijo a mi madre: se murió tu papá. Era el papá de ambas.

Mi abuela no hablaba de él. Don Efraín Larios era una mal recuedo para ella. Lo poco que conozco es por boca de otros. Casi nadie habla de él hoy. Hay una foto por allí del señor, y nada más. Se fue.

Nunca supe nada de él. No le conocí.

Del padre de mi papá sé más. Lo vi dos veces, siendo niño. Una vez de día y otra de noche. Don José Ernesto me heredó su segundo nombre y más. Sos igualito al viejo, decía mi abuela, refiriéndose a él. Hasta hablé con él en una ocasión. Lo escuché llorar por teléfono esa vez, aunque no le di importancia al asunto.

El vive. Mas no le conozco. No sé quien es.

Conocer desconocidos.
Saber algo de personas a quienes desconoces. Tener información, como en una hoja de datos, aún con anotaciones marginales, pero desconocer por completo qué son esas personas. Como cuando lees la biografía de un personaje histórico. O como cuando conoces todos los datos de tu artista favorito, pero no le conoces personalmente. Algo así.

No sé si gustaban de boleros o tangos. Ni si preferían rubias, trigueñas o pelirrojas. No podría atinar qué regalo les hubiera sacado una sonrisa o si podríamos ir juntos una película de Woody Allen. Ni siquiera sé si jugaban al fútbol o de qué equipo se declaraban fans.

Sabiendo muchas cosas, ignoro tantas.

David, el niño, nunca pensó en ellos más allá de la mención obligada. David, el adolescente, les ignoraba. El adulto, ata cabos. Enlaza historias. Busca datos, y los filtra. Hace árboles...

Deseo ser abuelo. Y que mis nietos me conozcan. Que hablen de mi con quejas o con alegría, pero que conozcan algo de lo que soy. Que sepan cómo sacarme de quicio, o hacerme morir de una carcajada. Que sepan cómo provocarme, o esquivarme, o ponerme de su lado, ¡lo que sea!, pero que sepan, que me conozcan. No por la foto obligada, la herencia o el apellido, o porque alguien les pase diciendo que son más este viejo que sus padres. Que me conozcan porque soy y estoy.

No es cierto que no me hicieron falta. Sí me hicieron falta, pero nunca me enteré. Me entero hoy que soy padre y convertí en abuelos a mis padres. Me entero hoy que escucho tantas veces en boca de mi hija la palabra abuelo.

Yo solo tuve abuelas.

Ojalá un día alguno de mis nietos piense en mi al escuchar una canción y me dedique algunas líneas, como pasó con el post del tango que me ha inspirado.

No quiero que digan que nunca estuve, pero que no les hice falta.

Anoche veía una película donde sale un abuelo genial.


 E inevitablemente recordé a este otro:


Dos tipos geniales. Abuelos envidiables. De las películas ya escribiré otro día. Hoy la mención especial para ellos. El primero, al enterarse que su nieto está enfermo, va a visitarle con un libro de cuentos en su manos, pero no cualquier libro de cuentos, sino el libro que le leía su padre y que él le leía a su hijo. El segundo, al enterarse que su nieta será parte de un concurso para niñas, decide ser el cómplise de ella y le ayuda a ensayar una rutina de baile singular para que demuestre su talento.

Si Alvy Singer y Hank Moody han sido ejemplo de otras cosas, estos dos señores son una especie de patron a seguir en el trato de nietos. 

Espero ser un poco como ellos.

Paz.


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